A nadie le gusta ser engañado, de eso no hay ninguna
duda. Son muchas las mentiras con las que nos encontramos a lo largo de la
vida, desde las de nuestros padres con la existencia de los reyes magos –lo
siento si pensabais que el Iphone que
recibisteis el 6 de enero vino en camello– hasta las típicas bravuconerías que
uno dice tomándose una caña en la barra del bar. Incluso nos autoengañamos en multitud
de ocasiones al colgar en las redes sociales únicamente las fotos en las que
salimos “en condiciones”. Quizás la vida en sí misma sea una mentira, ya que
nos empeñamos en decorarla para que se adapte a nuestra conveniencia. Quizás
simplemente no sea real, quien sabe, quizás
estemos en Matrix.
Pero mentir no es, ni muchísimo menos, algo malo. El
problema posiblemente aparece cuando se utiliza la mentira para un fin
premeditado y egoísta, y es aquí donde entra la Historia, pues es evidente que ésta,
como disciplina, no se libra de la falsedad.
Y es que, para desgracia de muchos, no hay día en el que deje de aparecer, en
los medios de comunicación, el político
de turno utilizando un hecho histórico que tergiversa a su conveniencia como
argumento de valor con el fin de defender una idea o propuesta, o simplemente para
ganar popularidad. En los últimos meses, en pleno debate soberanista de
Cataluña, ha reaparecido el término decimonónico “países catalanes”, por el que se ha dado a entender, desde la
Generalitat, que existió una unidad
política en todos los territorios actuales de habla catalana en tiempos de
Jaime I. Sin embargo, no se quedan atrás las afirmaciones que desde el
ejecutivo nacional han ido diciendo sobre el apoyo económico y favoritismo que
siempre se le ha dado a Cataluña a lo largo de la historia –el tan interesante tema de la
industrialización–.
Mafalda, como la diosa Historia, pidiendo a España y Cataluña
que dejen de manipularla a su interés.
Pero tampoco olvidemos ese espectáculo –ponedle la
connotación que estiméis oportuna a esta palabra– que hace poco más de dos años
fue protagonizado por el presidente Rajoy, quien, en un acto épico, solemne y heroicamente entregaba el Códice Calixtino de la Catedral de
Santiago al arzobispo de turno, un objeto que fue catalogado de “símbolo de la
hispanidad” y de “muestra de la naturaleza católica de España”, por algunos
medios de comunicación de nuestro país, si bien se trata de una especie de guía
de peregrinaje de parte del Camino Santiago con diferentes recomendaciones,
consejos, etc. Todo ello, sin duda, proyectado simplemente a reforzar la
posición de poder del presidente en mitad de una devastadora crisis económica. Rajoy es el nuevo Cid, pensarían algunos. Evidentemente,
no hay que desestimar el valor, como ejemplar único que es, de este códice,
pero tampoco hay que obviar el rigor
histórico a la hora de hablar de él, y ni mucho menos concederle una serie de
valores históricos falsos sólo para acentuar la posición de algo de forma interesada.
Mariano
Rajoy entregando el Códice Calixtino, ascendido por algunos a la categoría de Santo Grial de los españoles
Es
muy posible que no haya ciencia más expuesta a la mentira y manipulación que la
Historia, ya que de un
mismo hecho histórico se pueden encontrar varias interpretaciones o diferentes
relatos. Así, mientras que en Física,
según la segunda ley de Newton, la fuerza será siempre igual a masa por aceleración,
en Historia la Guerra Civil Española será un golpe de estado contra el gobierno
democrático español para Julián Casanova y una liberación del yugo republicano
para César Vidal. ¿Quiere decir esto que unos mienten y otros dicen la
verdad? No necesariamente, pues se pueden hacer diferentes interpretaciones y
análisis de un proceso histórico siempre que se respeten las fuentes y se
trabaje con todo tipo de datos que nos otorgue una imagen compacta formada
desde diferentes puntos y registros, y no solo de los que nos interesan, del
proceso histórico objeto de estudio. Y
es entonces, y sólo entonces, cuando se puede dar a lugar a una lectura
objetiva y a la vez personal –difícil, sin duda, compaginar ambos puntos– sobre
un proceso histórico, creando la Historia –History in the Making, como diría
John H. Elliot–.
Y esta distinta lectura que se puede hacer de la
Historia, amigos míos, es fascinante, pero al mismo tiempo, la responsabilidad de escribir Historia y
divulgarla implica, al Historiador, a asumir un código interno deontológico que
lo lleve a interpretar y no a inventar. De esta manera, la Historia podrá ser contada desde
diferentes perspectivas siempre y cuando este Historiador atienda y respete
unos valores propios de la disciplina histórica. Y digo Historiador porque
es él quien debe “escribir y construir la Historia”, de la misma manera que es
el fontanero quien arregla los desagües o el ingeniero aeroespacial quien
desarrolla las naves que viajan por los confines del universo. Un Historiador
formado e instruido en el campo de las ciencias sociales, que lejos de
prostituir la Historia lo que realmente haga sea revalorizarla como una
disciplina seria y rigurosa, sin dejar de ser atractiva para el público.
Por todo ello, en Historia, como en la vida en
general, no todo vale. El fin, en
Historia, no justifica los medios, por lo que es muy normal que los que se
dedican a ella –o pretendemos hacerlo– se sientan indignados,
molestos y avergonzados ante el continuo malempleo y degradación de la Historia
que personajes políticos hacen continuamente, siendo rebajada por ellos a una sucia y adulterada herramienta creadora de
votos políticos y no como instrumento para
la difusión y transmisión de nuestro pasado desarrollando, así, la cultura.
Es nuestro deber, como profesionales de esta ciencia, denunciar la manipulación
de la Historia y colocarla en el lugar que se merece.
Samuel Pérez Miras
Excelente artículo! La Historia es utilizada con fines políticos, totalmente cierto.
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