lunes, 9 de febrero de 2015

A nadie le gusta ser engañado, de eso no hay ninguna duda. Son muchas las mentiras con las que nos encontramos a lo largo de la vida, desde las de nuestros padres con la existencia de los reyes magos –lo siento si pensabais que el Iphone que recibisteis el 6 de enero vino en camello– hasta las típicas bravuconerías que uno dice tomándose una caña en la barra del bar. Incluso nos autoengañamos en multitud de ocasiones al colgar en las redes sociales únicamente las fotos en las que salimos “en condiciones”. Quizás la vida en sí misma sea una mentira, ya que nos empeñamos en decorarla para que se adapte a nuestra conveniencia. Quizás simplemente no sea real, quien sabe, quizás estemos en Matrix.

Pero mentir no es, ni muchísimo menos, algo malo. El problema posiblemente aparece cuando se utiliza la mentira para un fin premeditado y egoísta, y es aquí donde entra la Historia, pues es evidente que ésta, como disciplina, no se libra de la falsedad. Y es que, para desgracia de muchos, no hay día en el que deje de aparecer, en los medios de comunicación, el político de turno utilizando un hecho histórico que tergiversa a su conveniencia como argumento de valor con el fin  de defender una idea o propuesta, o simplemente para ganar popularidad. En los últimos meses, en pleno debate soberanista de Cataluña, ha reaparecido el término decimonónico “países catalanes”, por el que se ha dado a entender, desde la Generalitat,  que existió una unidad política en todos los territorios actuales de habla catalana en tiempos de Jaime I. Sin embargo, no se quedan atrás las afirmaciones que desde el ejecutivo nacional han ido diciendo sobre el apoyo económico y favoritismo que siempre se le ha dado a Cataluña a lo largo de la historia –el tan interesante tema de la industrialización–.



Mafalda, como la diosa Historia, pidiendo a España y Cataluña que dejen de manipularla a su interés.

Pero tampoco olvidemos ese espectáculo –ponedle la connotación que estiméis oportuna a esta palabra– que hace poco más de dos años fue protagonizado por el presidente Rajoy, quien, en un acto épico, solemne y heroicamente entregaba el Códice Calixtino de la Catedral de Santiago al arzobispo de turno, un objeto que fue catalogado de “símbolo de la hispanidad” y de “muestra de la naturaleza católica de España”, por algunos medios de comunicación de nuestro país, si bien se trata de una especie de guía de peregrinaje de parte del Camino Santiago con diferentes recomendaciones, consejos, etc. Todo ello, sin duda, proyectado simplemente a reforzar la posición de poder del presidente en mitad de una devastadora crisis económica. Rajoy es el nuevo Cid, pensarían algunos. Evidentemente, no hay que desestimar el valor, como ejemplar único que es, de este códice, pero  tampoco hay que obviar el rigor histórico a la hora de hablar de él, y ni mucho menos concederle una serie de valores históricos falsos sólo para acentuar la posición de algo de forma interesada.

Mariano Rajoy entregando el Códice Calixtino, ascendido por algunos a la categoría de Santo Grial de los españoles

Es muy posible que no haya ciencia más expuesta a la mentira y manipulación que la Historia, ya que de un mismo hecho histórico se pueden encontrar varias interpretaciones o diferentes relatos. Así, mientras que en Física, según la segunda ley de Newton, la fuerza será siempre igual a masa por aceleración, en Historia la Guerra Civil Española será un golpe de estado contra el gobierno democrático español para Julián Casanova y una liberación del yugo republicano para César Vidal. ¿Quiere decir esto que unos mienten y otros dicen la verdad? No necesariamente, pues se pueden hacer diferentes interpretaciones y análisis de un proceso histórico siempre que se respeten las fuentes y se trabaje con todo tipo de datos que nos otorgue una imagen compacta formada desde diferentes puntos y registros, y no solo de los que nos interesan, del proceso histórico objeto de estudio. Y es entonces, y sólo entonces, cuando se puede dar a lugar a una lectura objetiva y a la vez personal –difícil, sin duda, compaginar ambos puntos– sobre un proceso histórico, creando la Historia –History in the Making, como diría John H. Elliot–.

Y esta distinta lectura que se puede hacer de la Historia, amigos míos, es fascinante, pero al mismo tiempo, la responsabilidad de escribir Historia y divulgarla implica, al Historiador, a asumir un código interno deontológico que lo lleve a interpretar y no a inventar. De esta manera, la Historia podrá ser contada desde diferentes perspectivas siempre y cuando este Historiador atienda y respete unos valores propios de la disciplina histórica. Y digo Historiador porque es él quien debe “escribir y construir la Historia”, de la misma manera que es el fontanero quien arregla los desagües o el ingeniero aeroespacial quien desarrolla las naves que viajan por los confines del universo. Un Historiador formado e instruido en el campo de las ciencias sociales, que lejos de prostituir la Historia lo que realmente haga sea revalorizarla como una disciplina seria y rigurosa, sin dejar de ser atractiva para el público.

Por todo ello, en Historia, como en la vida en general, no todo vale. El fin, en Historia, no justifica los medios,  por lo que es muy normal que los que se dedican a ella o pretendemos hacerlo– se sientan indignados, molestos y avergonzados ante el continuo malempleo y degradación de la Historia que personajes políticos hacen continuamente, siendo rebajada por ellos a una sucia y adulterada herramienta creadora de votos  políticos y no como instrumento para la difusión y transmisión de nuestro pasado desarrollando, así, la cultura. Es nuestro deber, como profesionales de esta ciencia, denunciar la manipulación de la Historia y colocarla en el lugar que se merece.  

Samuel Pérez Miras

1 comentarios:

  1. Excelente artículo! La Historia es utilizada con fines políticos, totalmente cierto.

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